miércoles, 15 de enero de 2014

“…DESOBEDIENCIA APARENTE, PERO OBEDIENCIA REAL…”

Hacemos entrega aquí del segundo capítulo del libro de Monseñor Marcel Lefebvre titulado 
“El golpe maestro de Satanás”. Como el título lo indica, Monseñor nos dice en dónde está 
la verdadera obediencia y en qué consiste realmente.
El Concilio Vaticano II se valió de la “obediencia” para imponer sus nefastos cambios: 
Golpe maestro de Satanás

Monseñor Marcel Lefebvre


II

Querido Padre, hoy tenéis la alegría de celebrar la Santa Misa en medio de los vuestros, rodeado de vuestra familia, de vuestros amigos, y con gran satisfacción nos hallamos hoy cerca vuestro para deciros también toda nuestra alegría y todos nuestros augurios para vuestro apostolado futuro, por el bien que haréis a las almas.
Rezamos en este día especialmente a San Pío X, nuestro santo patrono, cuya fiesta celebramos hoy y que estuvo presente en todos vuestros estudios y en toda vuestra formación. Le pediremos que os dé un corazón de apóstol, un corazón de santo sacerdote como el suyo. Y puesto que estamos aquí, muy cerca de la ciudad de San Hilario y de Santa Radegunda y del gran cardenal Pie, ¡pues bien!, pediremos a todos estos protectores de la ciudad de Poitiers que vengan en vuestro auxilio para que sigáis su ejemplo, y para que conservéis, como ellos lo hicieron en tiempos difíciles, la Fe católica.
Habríais podido ambicionar una vida feliz, quizás fácil y cómoda en el mundo, puesto que habíais preparado ya estudios de medi­cina. Habríais podido, por consiguiente, de­sear otro camino que el que habéis escogido. Pero no, habéis tenido la valentía, incluso en nuestra época, de venir a pedir la formación sacerdotal en Ecône. Y, ¿por qué en Ecône? Porque allí habéis encontrado la Tradi­ción, porque allí habéis encontrado lo que correspondía a vuestra Fe. Esto fue para vos un acto de valentía que os honra.
Y es por eso que quisiera responder, con algunas palabras, a las acusaciones que se han hecho estos últimos días en los diarios locales a raíz de la publicación de la carta de monseñor Rozier, obispo de Poitiers. ¡Oh!, no para polemizar. Tengo buen cuidado de evitarlo, no tengo por costumbre el contestar a esas cartas y prefiero guardar silencio. Sin embargo, me parece que está bien el que os justifique porque en esa carta estáis im­plicado igual que yo. ¿Por qué ocurre esto? No a causa de nuestras personas, sino por la elección que hemos hecho. Somos incrimi­nados porque hemos elegido la supuesta vía de la desobediencia. Pero se trataría de que nos entendamos precisamente sobre lo que es la vía de la desobediencia. Pienso que po­demos en verdad decir que si hemos elegido la vía de la desobediencia aparente, hemos elegido la vía de la obediencia real.
Entonces pienso que aquéllos que nos acu­san han elegido quizás la vía de la obedien­cia aparente pero de la desobediencia real. Porque los que siguen la nueva vía, los que siguen las novedades, los que se adhieren a unos principios nuevos, contrarios a los que nos fueran enseñados en nuestro catecismo, contrarios a los que nos fueran enseñados por la Tradición, por todos los Papas y por todos los Concilios, esos tales han elegido la vía de la desobediencia real.
Porque no se puede decir que se obedece hoy a, la autoridad desobedeciendo a toda la
Tradición.
La señal de nuestra obediencia es precisamente seguir la Tradición, ésa es la
señal de nuestra obediencia: "Jesús
Christus heri, hodie et in saecula". Jesucristo ayer,
hoy y por todos los siglos.
No se puede separar a Nuestro Señor Jesu­cristo. No se puede decir que se obedece a Jesucristo de hoy y que no se obedece a Je­sucristo de, ayer, porque entonces no se obedece a Jesucristo de mañana. Esto es muy importante. Por ello no podemos decir: nosotros desobedecernos al Papa de hoy y por ello mismo desobedecemos también a los de ayer. Nosotros obedecernos a los de ayer, por consiguiente, obedecemos al de hoy y por consiguiente obedecemos a los de ma­ñana. Porque no es posible que los Papas no enseñen la misma cosa, no es posible que los Papas se desdigan, que los Papas se con­tradigan.
Y es por ello que estamos persuadidos de que siendo fieles a todos los Papas de ayer, a todos los Concilios de ayer, somos fieles al Papa de hoy, al Concilio de hoy y al Concilio de mañana y al Papa de mañana. Una vez más: "Jesús Christus heri, hodie et in saecu-la". Jesucristo ayer, hoy y por todos los siglos.
Y si hoy, por un misterio de la Providen­cia, un misterio que para nosotros es inson­dable, incomprensible, estarnos en una apa­rente desobediencia, realmente no estamos en la desobediencia, estamos en la obe­diencia.
¿Por qué estamos en la obediencia? Por­que creemos en nuestro Catecismo, porque tenemos siempre el mismo Credo, el mismo Decálogo, la misma Misa, los mismos Sacra­mentos, la misma oración: el Padre Nuestro de ayer, de hoy y de mañana. He ahí por qué estamos en la obediencia y no en la des­obediencia.
Por el contrario, si estudiamos lo que se enseña hoy en la nueva religión, advertimos que ellos ya no tienen la misma Fe, el mismo Credo, el mismo Decálogo, la misma Misa, los mismos Sacramentos, ya no tienen el mismo Padre Nuestro. Basta abrir los cate­cismos de hoy para darse cuenta de ello, basta leer los discursos que se pronuncian en nuestra época para darnos cuenta de que aquéllos que nos acusan de estar en la des­obediencia son ellos quienes no siguen a los Pupas,   son   ellos   quienes   no   siguen   a   los Concilios, son ellos quienes están en la desobe­diencia. Porque no se tiene el derecho a cambiar nuestro Credo, a decir que hoy los Ángeles no existen, a cambiar la noción del pecado original, a afirmar que la Virgen ya no es más la siempre virgen, y así con lo demás.
No hay derecho a reemplazar el Decálogo, por los Derechos del hombre; ahora bien y hoy ya no se habla sino de los Derechos del hombre y no se le habla de sus deberes que constituyen el Decálogo. ¡Aún no hemos vis­to que en nuestros catecismos debamos re­emplazar el Decálogo por los Derechos del hombre!... Y esto es muy grave. Se ataca a los Mandamientos de Dios, ya no se defiende a todas las leyes que conciernen a la fami­lia y así con lo demás.
La Santísima Misa, por ejemplo, que es el  resumen de nuestra Fe, que es precisamente nuestro catecismo viviente, la Santísima Mi­sa está desnaturalizada, se ha vuelto equí­voca, ambigua. Los protestantes pueden de­cirla, los católicos pueden decirla.
A este propósito, nunca he dicho y nunca he seguido a quienes han dicho que todas las Misas nuevas son Misas inválidas. No he dicho nunca cosa semejante, pero creo que, en efecto, es muy peligroso habituarse a se­guir la Misa nueva porque ya no representa nuestro catecismo de siempre, porque hay nociones que se han vuelto protestantes y que han sido introducidas en la nueva Misa.
Todos los Sacramentos han sido, en cierta manera, desnaturalizados, se han vuelto co­mo una iniciación a una colectividad reli­giosa. Los Sacramentos no son eso. Los Sacramentos nos dan la gracia y hacen desa­parecer en nosotros nuestros pecados y nos dan la vida divina, la vida sobrenatural. No estamos sólo en una colectividad religiosa puramente natural, puramente humana.
Es por ello que estamos adheridos a la Santa Misa. Y estamos adheridos a la Santa Misa porque es el catecismo viviente. No es únicamente un catecismo que está escrito e impreso sobre páginas que pueden desapa­recer, sobre páginas que no dan la vida en la realidad. Nuestra Misa es el catecismo vi­viente, es nuestro Credo viviente. El Credo no es otra cosa que la historia, yo diría, el canto en cierta manera de la redención de nuestras almas por Nuestro Señor Jesucristo. Cantamos las alabanzas de Dios, las alaban­zas de Nuestro Señor, nuestro Redentor, nuestro Salvador que se hizo Hombre para derramar su sangre por nosotros y así dio nacimiento a su Iglesia, al Sacerdocio, para que la Redención continúe, para que nues­tras almas sean lavadas en la Sangre de Nuestro Señor Jesucristo por el Bautismo, por todos los Sacramentos, y para que así tengamos participación de la naturaleza de Nuestro Señor Jesucristo mismo, de su na­turaleza divina por medio de su naturaleza humana y para que seamos admitidos en la familia de la Santísima Trinidad por toda la eternidad.
He ahí nuestra vida cristiana, he ahí nues­tro Credo. Si la Misa ya no es más la con­tinuación de la Cruz de Nuestro Señor, del signo de su Redención, no es más la realidad de su Redención, no es más nuestro Credo. Si la Misa no es más que una comida, una eucaristía, un reparto, si uno puede sentarse alrededor de una mesa y pronunciar simple­mente las palabras de la Consagración en medio ele la comida, esto ya no es más nues­tro Sacrificio de la Misa. Y si ya no es más el Santo Sacrificio de la Misa, lo que se realiza ya no es la Redención de Nuestro Señor Jesucristo.
Necesitamos la Redención de Nuestro Se­ñor, necesitamos la Sangre de Nuestro Señor. No podemos vivir sin la Sangre de Nuestro Señor Jesucristo. Él vino a la tierra para darnos su Sangre, para comunicarnos Su Vida. Hemos sido creados para eso, y nues­tra Santa Misa nos da la Sangre de Nuestro Señor Jesucristo. Su Sacrificio continúa real­mente, Nuestro Señor está realmente pre­sente con su Cuerpo, con su Sangre, con su Alma y con su Divinidad.
Para esto Él creó el Sacerdocio y para esto hay nuevos sacerdotes. Y es por ello que queremos hacer sacerdotes que continuarán la Redención de Nuestro Señor Jesucristo. Toda la grandeza, la sublimidad del Sacer­docio, la belleza del sacerdote es celebrar la Santa Misa, pronunciar las palabras de la Consagración, hacer descender a Nuestro Se­ñor Jesucristo sobre el altar, continuar Su Sacrificio ele la Cruz, derramar Su Sangre sobre las almas por el Bautismo, por la Euca­ristía, por el Sacramento de la Penitencia. ¡Oh! la hermosura, la grandeza del sacerdo­cio, ¡una grandeza de la cual no somos dig­nos! de la cual ningún hombre es digno. Nuestro Señor Jesucristo ha querido hacer esto.   ¡Qué grandeza!  ¡Qué sublimidad!
Y esto es lo que han comprendido nues­tros jóvenes sacerdotes. Estad seguros de que ellos lo han comprendido. Han amado la Santa Misa durante todo su seminario. Han penetrado su misterio. No penetrarán nunca su misterio de una manera perfecta incluso si Dios nos concediera una larga vida aquí abajo. Pero aman su Misa y pienso que han comprendido y que comprenderán siem­pre mejor que la Misa es el sol de su vida, la razón de ser de su vida sacerdotal para dar Nuestro Señor Jesucristo a las almas y no simplemente para partir un pan de la amis­tad en el cual ya no se encuentra Nuestro Señor Jesucristo. Y por consiguiente la gra­cia ya no existe en unas Misas que serían puramente una Eucaristía, puramente signi­ficación y símbolo de una especie de caridad humana entre nosotros.
He ahí por qué estamos aferrados a la Santa Misa. Y la Santa Misa es la expresión del Decálogo. ¿Qué es el Decálogo sino el amor de Dios y el amor del prójimo? ¿Qué realiza mejor el amor de Dios y el amor del prójimo sino el Santo Sacrificio de la Misa? Dios recibe toda gloria por Nuestro Señor Jesucristo y por su Sacrificio. No puede haber acto de caridad más grande hacia los  hombres que el Sacrificio de Nuestro Señor. Él mismo, Nuestro Señor Jesucristo, lo dice: ¿hay un acto más grande de caridad que dar su vida por aquéllos a quienes se ama?
Por consiguiente, se realiza en el Sacrificio de la Misa el Decálogo: el acto más grande de amor que Dios pueda tener de parte de un hombre y el acto más grande de amor que podamos tener de parte de Dios para con nosotros. He ahí lo que es el Decálogo: es nuestro catecismo viviente. El Santo Sacrifi­cio de la Misa está allí continuando el Sa­crificio de la Cruz. Los Sacramentos no son sino la irradiación del Sacramento de la Eucaristía. Todos los Sacramentos, son, en cierta manera, como satélites del Sacramento de la Eucaristía. Desde el Bautismo hasta la Extremaunción, pasando por todos los de­más sacramentos, no son sino la irradiación de la Eucaristía, porque toda gracia viene de Jesucristo que está presente en la Sagrada Eucaristía.
Ahora bien, el sacramento y el sacrificio están íntimamente unidos en la Misa. No se puede separar el sacrificio del sacramento. El Catecismo del Concilio de Trento explica esto magníficamente. Hay dos grandes reali­dades en el Sacrificio de la Misa: el sacri­ficio y el sacramento, el sacramento depen­diente del sacrificio, fruto del sacrificio.
Esto es toda nuestra santa religión y por ello estamos aferrados a la Santa Misa. Com­prenderéis ahora mejor quizás de lo que lo comprendisteis hasta hoy por qué defendemos esta Misa, la realidad del Sacrificio de la Misa. Ella es la vida de la Iglesia y la razón de ser de la Encarnación de Nuestro Señor Jesucristo. Y la razón de ser de nues­tra existencia es unirnos a Nuestro Señor Jesucristo en el Sacrificio de la Misa. En­tonces, si se quiere desnaturalizar nuestra Misa, arrancarnos en cierto modo nuestro Sacrificio de la Misa, ¡comenzamos a gritar! Estamos siendo desgarrados y no queremos que se nos separe del Santo Sacrificio de la Misa.
He aquí por qué mantenemos firmemente nuestro Sacrificio de la Misa. Y estamos per­suadidos de que nuestro Santo Padre el Papa no lo ha prohibido y no podrá nunca prohibir que se celebre el Santo Sacrificio de la Misa de siempre.   Por otra parte, el Papa San Pío V dijo de manera solemne y definitiva, que suceda lo que suceda en el futuro no se podría nunca impedir a un sacerdote la celebración de este Sacrificio de la Misa y que todas las excomuniones, todas las sus­pensiones, todas las penas que podrían so­brevenir a un sacerdote por el hecho de cele­brar  este Santo Sacrificio  serían nulas de pleno derecho.  Para el porvenir: "in futuro, in perpetuum".
Por consiguiente, tenemos la conciencia tranquila, pase lo que pase. Si podemos es­tar con la apariencia de la desobediencia, estamos en la realidad de la obediencia. He aquí nuestra situación. Y conviene que la digamos, que la expliquemos, porque somos nosotros los que continuamos la Iglesia. Los que desnaturalizan el Sacrificio de la Misa, los Sacramentos, nuestras oraciones, los que ponen los Derechos del hombre en lugar del Decálogo, que transforman nuestro Credo, son ellos quienes están en la realidad de la desobediencia. Ahora bien, esto es lo que se hace por los nuevos catecismos de hoy. Es por eso que sentimos una pena profunda de no estar en perfecta comunión con los auto­res de estas reformas... ¡y lo lamentarnos infinitamente! Quisiera ir de inmediato a ver a monseñor Rozier para decirle que es­toy en perfecta comunión con él. Pero me es imposible, si monseñor Rozier condena esta Misa que celebramos, poder estar en comunión con él, pues esta Misa es la de la Iglesia. Y los que rechazan esta Misa ya no están en comunión con la Iglesia de siempre.
Es inconcebible que obispos y sacerdotes que fueron ordenados para esta Misa y con esta Misa, que la han celebrado durante qui­zás veinte, treinta años de su vida sacerdotal, la persigan ahora con un odio implacable, nos echen de las iglesias, nos obliguen a decir Misas acá, al aire libre, cuando están hechas para ser celebradas, precisamente, en esas iglesias construidas para decir esas Misas. Y, ¿no es verdad que monseñor Rozier mis­mo dijo a uno de vosotros que si fuéramos herejes y cismáticos nos daría iglesias para celebrar nuestras Misas? Es una cosa inve­rosímil. Y por consiguiente, si ya no estuvié­ramos en comunión con la Iglesia y fuéra­mos herejes o cismáticos, monseñor Rozier nos daría iglesias. Así pues, es evidente que estamos todavía en comunión con la Iglesia.
He ahí una contradicción en su actitud que los condena. Saben perfectamente que esta­mos en la verdad, porque no se puede estar fuera de la verdad cuando se continúa lo que se hizo durante dos mil años, porque se cree únicamente en lo que se creyó durante dos mil años. Esto no es posible.
Una vez más, debemos repetir esta frase y repetirla siempre: "Jesús Christus heri, hodie et in saecula". Si estoy con Jesucristo de ayer, estoy con Jesucristo de hoy y estoy con Jesucristo de mañana. No puedo estar con Jesucristo de ayer sin estar con Aquél de mañana. Y porque nuestra Fe es la del pa­sado lo es también la del futuro. Si no esta­mos con la Pe del pasado, no estamos con la Fe del presente, no estamos con la Fe del porvenir. He ahí lo que es necesario creer siempre, he ahí lo que es necesario mantener a toda costa y sin lo cual no podemos sal­varnos.
Pidámoslo hoy de manera particular para estos queridos sacerdotes, para este querido padre, a los santos protectores del Poitou: en especial, a San Hilario, a Santa Radegunda que tanto amó la Cruz —fue ella quien trajo aquí, a esta tierra de Francia la pri­mera reliquia de la verdadera Cruz; ella amaba la Cruz y tenía una gran devoción por el Sacrificio de la Misa—, y, finalmente, al Cardenal Pie que fue un admirable defensor de la Fe católica durante el siglo pasado. Pidamos a estos protectores del Poitou nos concedan la gracia de combatir sin odio, sin rencor.
No seamos nunca de aquéllos que buscan polemizar, desunir y dañar al prójimo. Amé­moslos de todo corazón pero mantengamos nuestra Fe. Mantengamos a toda costa la Fe en la divinidad de Nuestro Señor Jesucristo.
Pidámoslo a la Santísima Virgen María. Ella no puede no haber tenido la fe perfecta en la divinidad de su Divino Hijo. Ella lo amó con todo su corazón, Ella estuvo pre­sente en el Santo Sacrificio de la Cruz. Pi­dámosle la Fe que Ella tenía. En el nombre del Padre...


(Homilía en Poitiers, 2 de setiembre de 1977)