jueves, 26 de febrero de 2015

DOMINGO PRIMERO DE CUARESMA – I – Por el Padre Leonardo Castellani

Las tentaciones de Nuestro Señor Jesucristo en el desierto.
Mosaico de la Basílica de San Marcos.

               
                Nos relata San Mateo el ayuno de 40 días y las Tres Tentaciones de Cristo. El mismo relato está re­sumido en dos versículos en Marcos (I, 12) y, cam­biado el orden de las tentaciones, en Lucas.

                Este Evangelio produce estupefacción. Es difícil y como increíble: parece un trozo de mitología o cuen­to de hadas. ¿Cómo es posible creer hoy día en el ne­gro patas de chivo y alas de murciélago, que puede agarrar a uno y llevarlo volando al pináculo del Tem­plo de Jerusalén? ¿Cómo es posible que el diablo ten­tara al “Menschgott”, a Dios mismo? Y por último, las tentaciones aparecen como raras, pueriles, fabulosas, cosa de teatro o de cine, no de la realidad que cono­cemos. No son tentaciones naturales. Además, ese ayuno de 40 días y 40 noches sin tomar más que agua, es im­posible, no se puede hacer: "a los 7 días muere el hom­bre y sufre tormentos como de infierno” — escribe el intérprete Salmerón, en su “Comentario a San Mateo".

                Empezando por el Ayuno, en muchos libros de exe­gesis hay un error paladino que visiblemente los in­térpretes se van copiando unos a otros. El error es éste: un ayuno de 40 días es naturalmente imposible. Es per­fectamente posible, y es conocido en Oriente como práctica religiosa y terapéutica: Moisés y Elías (entre otros) lo hicieron. No todos pueden hacerlo, pero yo conozco personalmente en la Argentina 5 personas que lo han hecho. El P. Salmerón, en el siglo XVI, escribió sobre el ayuno de Cristo una sarta de errores: que es algo imposible al hombre, que fue un milagro estupendo, que solamente Dios puede hacer eso... Si eso fuera verdad, yo sería Dios. Este error, que viene de igno­rancia, se halla incluso en Maldonado en forma implí­cita; y en forma explícita en Ricciotti, profesor italiano que escribió una enorme vida de Cristo.

                Dice Ricciotti (pág. 313): “E evidente che il fatto é presentato come assolutamente soprannaturale... “No es absolutamente sobrenatural, no está presentado como sobrenatural por el Evangelista; ni éso es evi­dente ni mucho menos, puesto que es falso.

                Pero —alega Ricciotti— el Evangelio dice que al 40° día tuvo hambre... ¿Luego antes no la tuvo? ¿Y éso no es milagro?

                No señor, no es milagro. Los que han hecho un ayuno aunque sea de cinco días, saben perfectamente que el hambre desaparece a los tres días (porque se inicia la "autofagia” o sea, inversión metabólica del proceso digestivo) y que retorna con gran fuerza al­rededor del 40º (“gastrokenossis”) pues es de saber que 40 días es más o menos' la vida del glóbulo rojo. Esto se ha sabido siempre en el Oriente y ahora es sabido en todas partes: excepto de los curas famosos que escriben vidas de Cristo. En fin, Ricciotti tiene la excusa de que copia a San Ambrosio. El bueno de San Ambrosio, para explicar esta hambre que vuelve a los 40 días, aventura la hipótesis estrafalaria de que "Cris­to fingió hambre: hizo una pía fraude con el fin de en­gañar al diablo...¡Qué ridiculez! ¡Pobre Cristo! ¡Las cosas que te cuelgan... incluso los santos!

                Este error de San Ambrosio proporcionó un argu­mento a los “Doketas”, una herejía que duró más de 4 siglos (por lo menos hasta el español Prisciliano en el 380) los cuales decían entre otras cosas que Cristo fingió siempre: no solamente el hambre, sino su pa­sión y muerte; porque Cristo no tuvo cuerpo; porque el cuerpo es materia y la materia es mala. A lo más, tuvo un “cuerpo astral", como los fantasmas; como dicen hoy todavía los espiritistas y los teósofos. Para fingir, fingir grande — podían decir los “doketas”: si Cristo fingió el hambre ¿por qué no pudo fingir también su Pasión y Muerte? Cristo era Dios y Dios no pudo padecer… Cristo fue una especie de fantasma.

                Cristo no fingió el hambre, ni fingió nada. Tuvo una verdadera naturaleza humana. Vivió hombre en medio de los hombres, en su país y en su época. Y como todos los grandes profetas orientales, se pre­paró para su misión haciendo ese ayuno de 40 días riguroso y extremo, que facilita la oración y la mani­festación de la voluntad divina. El mismo Mahoma hizo ese ayuno, por lo cual instituyó entre los musul­manes el ayuno del Ramadán, que dura 40 días como nuestra Cuaresma. Dicen los españoles malas-lenguas que Mahoma trampeó; porque ayunaba de día y comía de noche; como de hecho hacen todavía hoy los maho­metanos. Yo no sé. Pero nada impide que Mahoma, que fue un gran conductor religioso, que sacó a los árabes de la idolatría, haya hecho lisa y llanamente el ayuno tradicional sin trampas.

                Como digo, eso era y es todavía una práctica religiosa-higiénica vigente entre los orientales.

                Del ayuno de Cristo vino la “cuaresma” en la Igle­sia: hoy día reducida casi a pura apariencia o fórmula. El ayuno es bueno para la salud y es bueno para la oración; y la oración es también buena para la salud, ¡y la salud es buena para todo! Los europeos son me­nos hepáticos que los argentinos, por ejemplo, sufren menos enfermedades del hígado, porque la raza euro­pea, disciplinada por la Iglesia, durante siglos ha ayu­nado toda la Cuaresma (menos los Domingos). Pero los españoles tienen “Bula” y los argentinos tienen "Dispensa” para no hacer eso. ¿Por qué?

                Creo que es porque aquí la Cuaresma cae a con­trapelo, cae antes del invierno, que es cuando no hay que ayunar, porque entonces el cuerpo necesita reser­vas. En Europa, la Cuaresma cae antes de la prima­vera, que es cuando hay que ayunar, porque el cuerpo entonces, lo mismo que los árboles, tiene "cogüelmo”: es decir, un exceso de savia, que es higiénico refrenar y purificar, para que no ocasione desequilibrios psíquicos y espirituales; e incluso corporales. Porque el po­nerse obeso, por ejemplo, es un desequilibrio corpo­ral; cuyo único remedio, sobre todo preventivo, es el ayuno sabiamente practicado.

                La ciencia esotérica sacerdotal sabía antaño todas estas cosas; ahora parece ignorarlas; y ni los médicos ni los sacerdotes parecen conocerlas hoy día. Porque el ayuno no es indiferente hacerlo de cualquier ma­nera y en cualquier tiempo: incluso hay que concor­darlo con las fases de la luna. Por eso la Iglesia re­gula la fecha de la Pascua (y por ende toda la Cuares­ma) de acuerdo al calendario lunar; y por eso la Pas­cua es una fiesta “movible”.

                Entre nosotros, el ayuno cuaresmal es lo mismo que nada: no está ya ordenado a su fin propio y es uno de tantos preceptos "incomprensibles y raros” que manda la Iglesia y hay que obedecerlo "por que sí”: por superstición o rutina. Esta es una de tantas "sabi­durías” tradicionales que se han perdido.

                Por eso dice mi amigo Don Pío que somos un pue­blo poco sabio. Realmente. El pueblo argentino parece uno de los pueblos más atolondrados e ignorantes del mundo. Pero es bueno. Es, hablando con toda exacti­tud, un pueblo sin educación. Bueno y manso, pero ineducado.

                Voy a transcribir aquí una sentencia, sobre la edu­cación, de Napoleón Bonaparte, pronunciada en una sesión de su Consejo de Estado en 1804, tal como la tomó el taquígrafo y fue publicada por Marquiset. Dice así:

                “Hasta hoy no se ha visto buena educación sino en los cuerpos eclesiásticos. Yo prefiero ver a los niños de una aldea entre las manos de un hombre que no sabe más que el catecismo y del cual conozco los prin­cipios, que no en poder de un semi-sabio que no tiene base para su moral y no tiene ideas coherentes. La re­ligión es la vacuna de la imaginación; ella la preserva de todas las creencias peligrosas y absurdas. Un fraile ignorantillo basta para decirle al pueblo: “Esta vida es un pasaje”. Si vosotros quitáis la fe al pueblo, no encontraréis después más que ladrones...” (“Si vous otez la foi au peuple vous n’aurez que des voleurs de grand chemin”).

“This has come true”, esto se ha cumplido — aña­de Maurice Baring.


Pero a todo esto, no he explicado las Tres Tenta­ciones de Cristo, que era lo más importante.


P. Leonardo Castellani,
“EL EVANGELIO DE JESUCRISTO”, 
1957. Ediciones Theoría, Buenos Aires, 1963.